Anna Ferrer retrata el desasosiego de las grandes ciudades, intentando hacer visibles sus absencias y silencios, enfrentándonos a imágenes de avenidas, centros comerciales, parkings, aeropuertos, edificios empresariales, lugares de impermanencia y anonimato, de esperiencias asépticas y regulares, de placeres genéricos y tedio estandarizado, de esta sorda melancolía que huye por las autopistas y se esconde en los supermercados.
Sus primeras fotos agrupada bajo una serie mostraban figuras aisladas y estáticas inmersas en paisajes urbanos, personajes inertes en medio de una arquitectura enorme, abrumados ante la imponencia y rigidez de sus estructuras. Eran postales enviadas desde la geografía rota y dispersa de la anomía y el estrés que perfilaban ya su producción posterior y llevaban un título que podría definir y abarcar todo su trabajo hasta hoy: the emotional city.
Planos muy abiertos, con mucha profundidad de campo y con una cuidada composición: estas son las características constantes de su obra; marcas estilísticas que no llaman la atención sobre si mismas si no que, como si se retiraran hacia un lado, dan al espectador la libertad de mirar, a su propio ritmo y a su manera, estas figuras inmóviles, atrapadas entre líneas de fuga.
Sick transit, la serie que se muestra en esta exposición, aunque es totalmente independiente, mucho más delimitada y mucho menos controlada, continua y completa las investigaciones temáticas y formales de aquella serie inicial; la actual, comenzada en 2001 y terminada en 2004, es un registro sistemático de los escenarios de diversos accidentes de tráfico, ocurridos en el área metropolitana de Barcelona momentos después del suceso.
Estamos aquí en presencia de aquello irreversible, en estas placas se extiende el instante espero del hecho consumado, las manchas en la carretera marcan los puntos -a la vez- finales y suspensivos de estas trayectorias interrumpidas. Tragedias impersonales, demasiado públicas para permitir el duelo y demasiado repentinas para abrigar el duelo, que solo pueden suscitar en el observador casual el boceto de una emoción que no llega a tomar forma.
En entornos diseñados no precisamente para estar, si no para circular, la verdadera calamidad no es morir en ellos, si no pararse. La única reacción posible es operativa, técnica, higiénica, la respuesta eficiente del dispositivo institucional: procedimientos profesionales pre-establecidos re-establecen el tráfico y restauran la normalidad, un enjambre de uniformados vigila el retorno al orden y controla el traumatizante flujo de gente y vehículos; delante de las destrozas no hay lamentación, sólo limpieza.
La cámara, testimonio impasible del azar o la fatalidad, se mantiene, literal y metafóricamente, a distancia; no hay ningún cadáver ni sangre, no se nos muestra ninguna víctima, tan solo la agitación surgida alrededor de un cuerpo intuido pero ausente; incluso el accidente en sí es un punto ciego, una discontinuidad, una anomalía centrífuga; y no buscamos tampoco este cuerpo perdido, porque de todas formas, aunque lo encontráramos, no podría retornar nuestra mirada.
La presencia de la muerte, impregnándolo todo con un inevitable susto, y su proximidad con ámbitos cotidianos, hace que este “cuadro” que estamos viendo, a la manera de un vanitas o una Tottentanz, pero en contextos contemporáneos, sigue un recordatorio de la fragilidad de la vida y la fugacidad de todo aquello mundano; una saludable dosis de perspectiva, pero con sobriedad, escapando de tremendismos y patetismos.
El dramatismo intrínseco en la escena contrasta con el cuidado formal de la toma de la imagen, creando una tensión perturbadora entre tema y estilo; la cual cosa, sumada a la discrepancia entre el tratamiento que recibe habitualmente este tipo de acontecimiento y la elaboración peculiar que hay en este caso, cuestiona las perspectivas prefabricadas que tenemos como espectadores, condicionados por el sitio común del primer plano efectista.
Aquí, en la pulcritud técnica funciona como una declaración de principios. La minuciosidad, el rigor y el método, con la lentitud que les es implícita, se convierten en una forma de resistencia simbólica contra velocidades excesivas: la velocidad oportunista de la instantánea de prensa, la velocidad de la sensación que no llega a transformarse en percepción, la velocidad mediática que convierte el pasado en amnesia y el presente en anestesia.
A diferencia de la fotografía periodística, que en general es producto de la ocasión más que no de la intención, que busca el impacto y el comentario, y que es testigo de sucesos aislados, la fotografía documental se ocupa de situaciones, fenómenos y circunstancias, articulando sus imágenes entre sí, relacionándolas con otros referentes, culturales, históricos y sociales, dando así testigo de un cierto estado de las cosas.
Las fotografías de Anna Ferrer testifican un malestar, no están aquí como tales simplemente, si no como síntomas; en sus accidentes son el subproductode una ansiedad que se mide en kilómetros por hora. Sus imágenes acompañan de alguna manera los porcentajes de la desgracia, las simas y restas de los vivos y los muertos, las probabilidades de los desencuentros, las necesariamente y nunca calculadas, estadísticas de la soledad.
Andrés Rojas