Para no perder las formas
La fórmula, de tan simplista, debería hacernos enrojecer: la diferencia entre un artista y un diseñador o arquitecto -se suele proclamar- es que el primero, el creador por antonomasia, actuaría con total libertad (o sometido sólo a las reglas que el mismo se dicta) mientras que el segundo, que suele trabajar por encargo y con objetivos bien definidos, sería esclavo de la utilidad y de los resultados objetivos de su trabajo. Nada mas alejado de la realidad. Como no se cansa de recordarnos, por ejemplo, Romà de la Calle, el arte, como el diseño, es un producto humano que se desarrolla en un sistema social y cultural determinado. En este sentido, el sistema artístico (como todo el resto de sistemas) estaría indisolublemente unido a los otros (el económico, el religioso, el político, el ecológico y por descontado el moral) en la formación de un ecosistema que, para él, siempre es global.
La idea que debería ocuparnos, y que Jordi Vayreda parece querer actualizar en cada uno de sus trabajos es, por tanto, la de detectar el ecosistema al que pertenecen sus obras bidimensionales o, como afirmaba Christopher Alexander, cual es su “lenguaje de patrón”. Una pista importante nos la regala el galerista Huc Malla cuando afirma que “Vayreda es un artista concreto que no hace arte concreto”. Lo que decíamos: el viejo sueño del arte concreto (defendido por Theo van Doersburg, padre oficial de la criatura hacia 1930) pasaba por higienizar las imágenes con el objetivo de que no “remitieran a nada diferente que a sí mismas”. Con todo, sabemos que cada trabajo de apariencia concreta de Vayreda mantiene una relación, digamos umbilical, con el proyecto tridimensional que hay detrás (el Maritim Bar visto como un ascensor de cuadrados sucesivos y de retículas casi escherianas seria un buen exponente).
Pero, ¿y si invertimos la dirección? Esto es, qué pasaría si hacemos caso a alguien como el arquitecto Peter Zumthor y deshacemos el camino para ir, de la obra acabada, en dirección al proyecto, al esbozo, al grafismo más intuitivo: “Normalmente, lo que tenemos es una maqueta o un dibujo (la mayoría de las veces una maqueta) y puede suceder que, en ella, se aprecie una coherencia, que muchas cosas concuerden; me la quedo mirando y me digo: si, todo encaja […] Es decir, veo las cosas como si ya estuvieran acabadas”. Ni más ni menos: la maqueta, el dibujo, el proyecto, permiten “ver” las cosas como si ya “estuvieran acabadas” o, lo que viene a ser lo mismo, “como si ya se hubieran construido”.
La lección de Bruno Munari permanece intacta: sus “múltiplos”, como los trabajos de Vayreda, no dejan de ser realidades intermedias que se resisten a la catalogación habitual. ¿Arte? ¿Diseño? ¿Y por qué no las dos cosas a la vez?
Eudald Camps / Crítico de arte
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